Adán se detiene, bajo la lluvia, en la esquina de Gurruchaga y Triunvirato. Desde allí, todavía indeciso, contempla el ámbito fantasmal de la calle Gurruchaga, un túnel abierto en la misma pulpa de la noche y alargado entre dos filas de paraísos tiritantes que, con sus argollas de metal a los pies, fingen dos hileras de galeotes en marcha rumbo al invierno. Fosforescente como el ojo de un gato, el reloj de San Bernardo atisba desde su torre: no queda ya en el aire ni una vibración de la última campanada, y el silencio fluye ahora de lo alto, sangre de campanas muertas. Inesperadamente, una ráfaga traidora sacude los árboles, que se ponen a lloriquear como niño: Adán recibe un puñado de lluvia en la cara y se tambalea entre un diluvio de hojas que caen y se arrastran con un rumor de papeles viejos, mientras que los faroles colgantes ejecutan arriba un loco bailoteo de ahorcados. Pasó la ráfaga: el silencio y la quietud se reconstruyen bajo el canturreo de la lluvia. Soledad y vacío, Adán entra en la calle Gurruchaga.
Leopoldo Marechal
Leopoldo Marechal
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